EL QUE NO HAYA MAMADO EL FERROCARRIL EN VILAGARCÍA,
ES QUE NO SE HA ENTERADO DE DÓNDE VIVE (Javier Gago).
La exposición más visitada en la Casa da Cultura/Sala Rivas Briones hasta el día de hoy, la que tuvo al Ferrocarril como protagonista, denominada O TREN EN MARCHA, inaugurada el 12 de Enero y clausurada el 20 de Febrero de 2001.
Tengo que confesarlo, abiertamente y sin cortarme un pelo:
me hubiera gustado tener un padre maquinista de tren. Pero maquinista a la
antigua usanza, como aquellos valientes pioneros que conducían las ruidosas y
por lo demás sucias locomotoras de cabina abierta, a semejanza del personaje
que interpreta el fornido Jean Gabin en La
Bestia Humana. Así los recuerdos de mi infancia hoy
estarían colmados de polvorientos pañuelos anudados en la cara, como los que
llevaban los asaltadores de trenes y ladrones de bancos del salvaje oeste, y
ahora, en esta edad que uno tiene tan proclive a hacer balances y recordar
batallitas aun a riesgo de que le endosen el sobrenombre de abuelo cebolleta,
mis nostalgias serían otras, tendría una memoria moteada por la oscura
carbonilla y el resbaladizo fuel-oil.
También me conformaría con haber tenido una madre
guardabarreras, o ya puestos a pedir y bajando un par de peldaños en una
hipotética escala de empleos ferro/románticos, un simple padre ‘pica’, en
cristiano comúnmente llamado revisor. Pero que yo sepa el único pariente
cercano relacionado con la
Red Nacional
de los Ferrocarriles Españoles (me ahorraré el chiste de “rogamos empujen”)
es un tío muy parecido físicamente a Manolo Gómez Bur que se pasó media vida
viajando en los coches cama, o como decíamos en casa, en los coche camas, Wagon Lits para los más finos. Y es que
hubo un tiempo en que pertenecer a una familia de ferroviarios te convertía
automáticamente en miembro de una clase social beneficiada con ciertos
privilegios, como hacer la compra en el economato, el derecho a una vivienda
con fachada en piedra de granito como las de las casas anexas a la vetusta y
centenaria estación de Carril, y lo más apetecible, el placer de poder viajar
en tren de moca, lo que en lengua de Shakespeare se traduciría como travel by the face.
Aunque no, no puedo quejarme, sería del todo injusto con mis
progenitores. Que tu padre haya sido el carabinero del muelle a la larga te
proporciona, además de un afectuoso y digno apodo gremial, la satisfacción de
volver a recordarlo cada vez que uno enfila el trayecto hacia su famosa
‘punta’. Entonces nuestro Muelle de Pasajeros era el destino por excelencia de
los paseos festivos con olor a ropa de domingo suavemente ungida del olor a
Dixan gracias a la moderna lavadora New
Pol adquirida tras la prometedora verborrea comercial de vendedor de stand
en La Feria
(Exposición para el Desarrollo de Galicia, Fexdega para abreviar), o en su
defecto estrujada en un pilón cualquiera con la grimosa pastilla de jabón
Lagarto y secada al sol en una cuerda dispuesta entre dos palitroques espetados
en alguno de nuestros verdes campos, sin ir más lejos en el campiño de San
José.
A pesar de mis carencias hereditarias, no me duele en
prendas declararme hijo absoluto del ferrocarril, y aunque pueda sonar
rimbombante y hasta pretencioso, como veréis a continuación no es ninguna
afirmación baladí. Tanto el trazado del ramal del ferrocarril que dio nombre a
nuestro barrio como la estación de tren propiamente dicha marcaron los mejores
años de mi vida, y estoy por asegurar que los de toda una generación que creció
conmigo. Alrededor de ella jugábamos, pero no como suelen jugar los niños de
ahora, no, sino con el recalcitrante menú de juegos típico de la baby boom generation: la guerra, el
fútbol, el escondite (inglés, of course)
y los batracios. Incluso nos aventurábamos dentro del enorme perímetro de la
estación, porque contraviniendo su reglamento interno en cuanto a la
prohibición de circular con bicicletas y ciclomotores, dábamos vueltas y más
vueltas con nuestras BH a gran velocidad, subiendo y bajando por las rampas y
los muelles de carga, recorriendo sus naves Norte y Sur como si de una
competición ciclista de velódromo se tratase.
¿Y esa especie de leyenda urbana no tan absurda que te hacía mirar bien por dondequiera que pisabas? Sobre todo al pasar por encima de algún cambio de agujas, porque era muy fácil que un pie se te quedase fatalmente atrapado entre dos raíles (como podemos ver en una angustiosa escena de Tomates verdes fritos). A mí la idea de ver cómo se te acerca de frente el tren y tú sin poder liberarte del fatídico abrazo siempre me persiguió hasta atormentarme, ya que cruzar semejante mar de vías oxidadas se hacía imprescindible en nuestras continuas expediciones hacia el monte Patiño y los alrededores de A Escardia primero, y la sufrida conquista del empinado Xiabre después.
No contentos con merodear continuamente por la plaza de la estación, no pocas veces colocábamos sobre la vía principal varias hileras de chapas de refresco, de las que yacían al sol en un terraplén donde tiraban la basura de la concurrida cantina ferroviaria. Cada uno ponía las suyas con tiento y precisión, empleando un máximo de tres o cuatro, unas montando sobre otras... Y claro, cuando el tren pasaba en un pispás las soldaba y aplastaba completamente. Era uno de los juegos más excitantes que se nos ocurría, desde luego muy parecido al que aparece en El Muro de Pink Floyd/Alan Parker, aunque no tan temerario, puesto que en la durísima fábula musical los críos utilizan balas en vez de chapas, y en verdad se te hacía un nudo en la garganta y hasta se te aceleraba vertiginosamente el corazón cuando el monstruo de hierro con cabeza verde y franjas amarillas acechaba dando bocinazos una vez enfilada la curva de Cepillos Mariño.
No te quedaba otra opción que mirarlo absorto y a una distancia prudencial desde tu mejor escondite, no fuera a ser que descubriesen tu fechoría, y rezar para que tu montoncito de chapitas Mirinda y Kas no se cayese del raíl con las vibraciones del imponente convoy, porque las que se caían se las consideraba un fallo de planificación de su máximo responsable, y cuando llegaba la hora de inspeccionar por el sucio balastro para averiguar dónde demonios había ido a parar la fusión férrica resultante, era muy fácil adivinar el amigo con suerte que encontraba la suya, porque la norma en esos casos era pegar un triunfal grito de alegría que a la vez delataba dos cosas: tu suerte y tu pericia.
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Texto y recursos*: Manuel Guinarte.
Vídeos: Tele Salnes
Vídeos: Tele Salnes
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*Clausura de la exposición O TREN EN MARCHA. Casa da
Cultura/Sala Rivas Briones, 20.02.2001.
Manuel Guinarte es delegado de medios audiovisuales de
Arousa Tren Amigos do Ferrocarril (ATAF).